El Cristo de Velázquez





¿En qué piensas Tú, muerto, Cristo mío? ¿Por qué ese velo de cerrada noche de tu abundosa cabellera negra de nazareno cae sobre tu frente? (Miguel de Unamuno)
En todas la etapas de la historia del arte podemos deleitarnos con una gran variedad de pinturas que representan a Cristo crucificado. ¿Quién no lo ha valorado en las pinturas de Rubens, Zurbarán o el Greco?; ¿quién no ha visto con placer el dibujo que realizó San Juan de la Cruz y en el que se basó Dalí para pintar su famoso “Cristo de San Juan”?; ¿Quién no ha comparado el que Goya realizó, para ingresar como académico en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, con el de Velázquez?; o ¿Quién no ha suspirado ante el cuadro naif de Gauguin, el “Cristo amarillo”?.

Sin embargo, la representación de Cristo crucificado más famosa y que más ha inspirado a poetas y escritores es, sin lugar a dudas, el Cristo de Velázquez, obra que pintó alrededor de 1638 y que hoy lo podemos ver en el museo del Prado. 

Es una representación hermosa, rodeada de leyendas que no hacen sino aumentar aún más su bien ganada fama y que hasta la fecha sigue siendo uno de los cuadros más visitados del museo. 
“Sobre un fondo infinito de negrura, se ve Nuestro Señor, que ya ha expirado; sobresale perfecta la figura: parece Cristo el Hombre ajusticiado”.
(Marilina Rébora)
Efectivamente, la figura de Cristo crucificado resalta sobre un fondo neutro, oscuro. Es un Cristo que está solo, nadie más lo acompañe en la escena. Su cuerpo es blanco y limpio, casi no tiene sangre, ni rastros de maltrato o dolor, apenas unos hilitos chorrean de las extremidades, el costado y la frente. Su cabeza, que cuelga hacia uno de los lados, está rodeada por un pequeño halo que indica su carácter de sagrado

Sólo podemos ver la mitad de su cara (que algunos dicen se inspiró en la del sudario de Turín), ya que la otra mitad está cubierta por un mechón de pelo que cae y la oculta. El paño de pureza es de un blanco resplandeciente y muy sencillo. Los pies reposan sobre un saliente de la cruz, con sendos clavos. Ortega y Gasset diría: "Nunca Cristo estuvo tan cómodo en su cruz".


Una de las leyendas que se cuentan alrededor del cuadro es la que dice que Velázquez estaba molesto porque no podía terminar de pintar el rostro de Jesús y furioso le arrojó un pincel, ocasionando una mancha que acabó convertida en el cabello que lo cubre. Hay quienes explican ese mechón diciendo que existe un error en la pintura ya que la parte del rostro a la vista no se corresponde con la parte alta de la cabeza. Sin embargo ahí está la obra, para todo el que quiera verla, para el que quiera dejarse seducir por ella y pueda concluir que, a pesar de la leyenda sobre el mechón en el rostro, el Cristo de Velázquez roza casi en la perfección
“Me gusta el Cristo de Velázquez.
La melena sobre la cara y un resquicio en su cabello
por donde entra la imaginación.
Algo se ve. ¿Cómo era aquel rostro?” (León Felipe)
Es una obra llena de emotividad religiosa en la que resalta la sobriedad y sencillez, pero sobre todo una gran espiritualidad. Es imposible escapar al magnetismo que proyecta. Es un Cristo crucificado, sin dramatismo ni magulladuras en su figura, representando una muerte serena y tranquila, en las tinieblas de una noche que debiera ser de luna llena. 

Goya, posteriormente, pintaría uno similar, también sin sangre y con un fondo oscuro en el que casi desaparece la cruz, lo diferente es que será un Cristo que aún está vivo y que tiene la fuerza suficiente para mirar al cielo implorando el perdón de sus verdugos. Sin embargo es evidente la inspiración que tuvo en el de Velázquez.
 Este cuerpo no es feo, como en el Greco. Tampoco bello, como en Goya será. No es tampoco atleta como en Miguel Ángel. Es noble: he aquí todo. No tiene cara, que los cabellos ocultan. No tiene sangre con que abrevar románticamente la compasión. No tiene compañía humana para hacer visajes en que se retraten las pasiones” (Eugenio D´Ors)
Velázquez pintó un Cristo hermoso y tan bien proporcionado que raya en lo sublime; la perfección de los rasgos de un rostro incompleto, la blancura de su cuerpo sobresaliendo de un fondo oscuro, evitando distractores innecesarios, la serenidad en el dolor y la espiritualidad que manifiesta, convierten la obra en algo más que la simple inspiración de un pintor. 

José María Gabriel y Galán, en su poesía sobre “El Cristo de Velázquez” lo atribuye a la fe:
“¡Y el sueño del hombre
Quedó sobre el lienzo!
¡Lo amaba, lo amaba!:
¡el amor es un ala del genio!” 

Petra Llamas 

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Publicado en La Jornada de Aguascalientes el 29 de marzo del 2013.


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